Hefesto puso una cama extra para su hiperactivo hijo que no dejaba de jugar con varias piezas sueltas que había en el templo, ambos trabajaban en silencio, Hefesto no podía creer que aquel chico fuera su hijo, habría apostado por Apolo o Hermes, sin embargo veía potencial en él.

En el templo de Ares:

-¡No puedes andar con ese chico!- gritó Ares

-¿Por qué no?

-Porque lo digo yo- gruñó Ares

-No vengas a hacerte el padre preocupado, porque no te queda- gruñó Clarisse

Ares tenía fuego en los ojos, esa chica era demasiado terca... Por supuesto, venía de familia, Frank miraba incómodo la pelea que volvía a lo mismo una y otra vez, no podía creer que aquella fuera su familia

En el templo de Artemisa:

Zoë y la diosa conversaban alegremente, Thalia estaba en su cama pensando en cierto recién llegado, Rachel dibujaba (Apolo le había ofrecido un lugar en su palacio, pero conociendo a su hermano, Artemisa creyó que lo mejor sería que la chica se quedara con ella)

En el palacio de Hermes las cosas eran realmente muy incómodas, no había bromas, ni risas, ni nada, tan solo silencio... Los Stoll y Chris miraban a su hermano con una serie de resentimiento, enojo, tristeza, Luke se dedicaba a ver la pared frente a su cama

-Sé las razones por las que hiciste las cosas, espero Las Moiras tengan razón y eso pueda cambiar- Hermes rompió el silencio

-Espero que los dioses puedan cambiar- respondió Luke

-Luke, hijo...

-No, ahora no- Luke alzó una mano -esto es demasiado confuso, y si no te importa, quiero dormir

Hermes se separó de su hijo, derrotado, sus otros tres hijos le dieron una mirada de apoyo

Al día siguiente las cosas aún no habían cambiado, Annabeth se negaba a enfrentarse a Luke, al igual que Thalia, sin embargo se sentía cierta energía nerviosa por parte de los semidioses, aunque no en un mal sentido

-Yo leo- dijo Chris tomando el libro -tomamos el taxi del eterno tormento

Annabeth volvió a sentarse a lado de su novio

Annabeth nos esperaba en un callejón de la calle Church. Tiró de Tyson y de mí justo cuando pasaba aullando el camión de los bomberos en dirección a la Escuela Meriwether.

¿Dónde lo encontraste? —preguntó, señalando a Tyson.

-Empezamos- susurró Annabeth

En otras circunstancias me habría alegrado mucho de verla. El verano anterior habíamos acabado haciendo las paces, pese a que su madre fuese Atenea y no se llevara demasiado bien con mi padre. Y yo seguramente la había echado de menos bastante más de lo que estaba dispuesto a reconocer.

-Awww que tierno- dijo Afrodita

Pero en aquel momento acababa de atacarme un grupo de gigantes

caníbales; Tyson me había salvado la vida tres o cuatro veces, y todo lo que se le ocurría a Annabeth era mirarlo con fiereza, como si él fuese el problema.

-Era un problema- dijo Luke

Es amigo mío —le dije.

¿Es un sin techo?

¿Qué tiene eso que ver? Puede oírte, ¿sabes? ¿Por qué no se lo preguntas a él?

Ella pareció sorprendida.

¿Sabe hablar?

-Era demasiado pequeño para hablar- dijo Annabeth -por eso me sorprendió

Hablo —reconoció Tyson—. Tú eres preciosa.

¡Puaj! ¡Asqueroso! —exclamó apartándose de él.

-Lo lamento Tyson- dijo Annabeth

-Está bien, eres bonita- asintió Tyson

No podía creer que se comportara de un modo tan grosero. Le miré las manos a Tyson, esperando ver un montón de quemaduras a causa de aquellas bolas ardientes, pero no, las tenía en perfecto estado: mugrientas, eso sí, y con cicatrices y unas uñas sucias del tamaño de patatas fritas. Pero ése era su aspecto habitual.

Tyson —dije con incredulidad—. No tienes las manos quemadas.

Claro que no —dijo Annabeth entre dientes—. Me sorprende que los lestrigones hayan tenido las agallas de atacarte estando con él.

-En realidad, sí es sorprendente- dijo Atenea

Tyson parecía fascinado por el pelo rubio de Annabeth. Intentó tocarlo, pero ella le apartó la mano con brusquedad.

Annabeth —dije—, ¿de qué estás hablando? ¿Lestri... qué?

Lestrigones. Esos monstruos del gimnasio. Son una raza de gigantes caníbales que vive en el extremo norte más remoto. Ulises se tropezó una vez con ellos, pero yo nunca los había visto bajar tan al sur como para llegar a Nueva

York...

Lestri... lo que sea, no consigo decirlo. ¿No tienen algún nombre más normal?

Ella reflexionó un momento.

Canadienses —decidió por fin—.

-¡Oye!- se quejó Frank

-Lo siento- dijo Annabeth

Y ahora, vamos. Hemos de salir de aquí.

La policía debe de estar buscándome.

Ése es el menor de nuestros problemas —dijo—. ¿Has tenido sueños últimamente?

Sueños... ¿sobre Grover?

Su cara palideció.

¿Grover? No. ¿Qué pasa con Grover?

Le conté mi pesadilla.

¿Por qué me lo preguntas? ¿Sobre qué has soñado tú?

La expresión de sus ojos era sombría y turbulenta, como si tuviera la mente a cien mil kilómetros por hora.

-Así siempre es su expresión- dijo Thalia

El campamento —dijo por fin—. Hay graves problemas en el campamento.

¡Mi madre me ha dicho lo mismo! ¿Pero qué clase de problemas?

No lo sé con exactitud, pero algo no va bien. Tenemos que llegar allí cuanto antes. Desde que salí de Virginia me han perseguido monstruos intentando detenerme.

-Wow, tenía muchos deseos de ver a Percy para enfrentar todo eso- dijo Travis

¿Tú has sufrido muchos ataques?

Meneé la cabeza.

Ninguno en todo el año... hasta hoy.

¿Ninguno? ¿Pero cómo...? —Se volvió hacia Tyson—. Ah.

¿Qué significa « ah» ?

Tyson levantó la mano, como si aún estuviera en clase.

Los canadienses del gimnasio llamaban a Percy de un modo raro... ¿Hijo del dios del mar?

Annabeth y yo nos miramos.

No sabía cómo explicárselo, pero sentí que Tyson se merecía la verdad después de haber arriesgado la vida.

Grandullón —dije—, ¿has oído hablar de esas viejas historias sobre los dioses griegos? Zeus, Poseidón, Atenea... —Sí.

Bueno, pues esos dioses siguen vivos. Es como si se desplazaran siguiendo el curso de la civilización occidental y vivieran en los países más poderosos, de modo que ahora se encuentran en Estados Unidos. Y a veces tienen hijos con los mortales, hijos que nosotros llamamos « mestizos» .

Vale —dijo Tyson, como esperando que llegara a lo importante.

-Es que te estabas extendiendo, hermano mayor- dijo Tyson

Bueno, pues Annabeth y yo somos mestizos —dije—. Somos como... héroes en fase de entrenamiento. Y siempre que los monstruos encuentran nuestro rastro, nos atacan. Por eso aparecieron esos gigantes en el gimnasio. Monstruos.

Vale.

Lo miré fijamente. No parecía sorprendido ni desconcertado, lo que me sorprendió y desconcertó a mí.

Entonces... ¿me crees?

Tyson asintió.

Pero ¿tú eres... el hijo del dios del mar?

Sí —reconocí—. Mi padre es Poseidón.

Él frunció el ceño. Ahora sí parecía desconcertado.

Pero entonces...

Se oyó el aullido de una sirena y un coche de policía pasó a toda velocidad por delante del callejón.

No hay tiempo para esto ahora —dijo Annabeth—. Hablaremos en el taxi.

Atenea entendió el plan demencial de su hija

¿Un taxi hasta el campamento? —dije—. ¿Sabes lo que nos puede costar?

Tú confía en mí.

Titubeé.

¿Y Tyson?

Por un momento imaginé que llevaba a mi gigantesco amigo al Campamento Mestizo. Si ya se volvía loco en un territorio normal con los abusones de costumbre, ¿cómo iba a reaccionar en un campamento de semidioses? Por otro lado, la policía debía de estar buscándonos a los dos.

No podemos dejarlo aquí —decidí—. Se vería metido en un buen aprieto.

Ya. —Annabeth adoptó una expresión sombría—. Tenemos que llevárnoslo, no hay duda. Venga, vamos.

No me gustó su manera de decirlo, como si Tyson fuera una enfermedad maligna que requiriera hospitalización urgente. Aun así, la seguí hasta el final del callejón.

-Me porté tan mal- suspiró Annabeth poniendo su cabeza en el pecho de Percy

Los tres nos fuimos deslizando a hurtadillas por los callejones del centro, mientras una gran columna de humo se elevaba a nuestras espaldas desde el gimnasio de la escuela.

Un momento. —Annabeth se detuvo en la esquina de las calles Thomas y Trimble, y rebuscó en su mochila—. Espero que aún me quede alguna.

Su aspecto era incluso peor de lo que me había parecido al principio. Tenía un corte en la barbilla y un montón de ramitas y hierbas enredadas en su cola de caballo, como si llevara varias noches durmiendo a la intemperie. Los desgarrones del dobladillo de sus vaqueros se parecían sospechosamente a las marcas de unas garras.

-Eran marcas de garras- dijo Annabeth -fue un viaje largo

¿Qué estás buscando? —pregunté.

Sonaban sirenas por todas partes. Supuse que no tardarían en pasar más policías por allí delante, en busca de unos delincuentes juveniles especializados en bombardear gimnasios. Seguro que Matt Sloan ya había hecho una declaración completa, y probablemente había tergiversado tanto las cosas que ahora los caníbales sedientos de sangre éramos Tyson y yo.

He encontrado una, gracias a los dioses.

-De nada- dijo Apolo

Annabeth sacó de la mochila una moneda de oro. Era un dracma, la moneda oficial del monte Olimpo, con un retrato de Zeus en una cara y el Empire State en la otra.

Annabeth —le dije—, ningún taxista de Nueva York va aceptar esa moneda.

Stéthi —gritó ella en griego antiguo—. ¡Ó hárma diabolés!

Como siempre, en cuanto se puso a hablar en la lengua del Olimpo, yo la entendí sin dificultades. Había dicho: « Detente, Carro de la Condenación» .

-Esto se pone cada vez más interesante- masculló Ares

Fuera cual fuese su plan, aquello no me inspiraba mucho entusiasmo precisamente.

Annabeth arrojó la moneda a la calle. Pero en lugar de tintinear como es debido, el dracma se sumergió en el asfalto y desapareció.

Durante unos segundos no ocurrió nada.

Luego, poco a poco, en el mismo punto donde había caído la moneda, el asfalto se oscureció y se fue derritiendo, hasta convertirse en un charco del tamaño de una plaza de parking... un charco lleno de un líquido burbujeante y rojo como la sangre. De allí fue emergiendo un coche.

Era un taxi, de acuerdo, pero a diferencia de cualquier otro taxi de Nueva York no era amarillo, sino de un gris ahumado. Quiero decir: parecía como si estuviese formado por humo, como si pudieras atravesarlo. Tenía unas palabras escritas en la puerta —algo como HREMNAS SIGRS—, pero mi dislexia me impedía descifrarlas.

El cristal de la ventanilla del copiloto se bajó y una vieja sacó la cabeza. Unas greñas grisáceas le cubrían los ojos, hablaba raro, farfullando entre dientes, como si acabara de meterse un chute de novocaína.

¿Cuántos pasajeros?

Tres al Campamento Mestizo —dijo Annabeth. Abrió la puerta trasera y me indicó que subiera, como si todo aquello fuese normalísimo.

-Es normal- dijo Annabeth

-No vuelvo a subirme en ese taxi- dijo Percy con una mueca

¡Agg! —chilló la vieja—. No llevamos a esa clase de gente. —Señalaba a Tyson con un dedo huesudo.

¿Qué demonios ocurría? ¿Sería el día del Acoso Nacional a los Chicos Feos y Grandullones?

Ganará una buena propina —prometió Annabeth—. Tres dracmas más al llegar.

¡Hecho! —graznó la vieja.

Subí al taxi a regañadientes. Tyson se embutió en medio y Annabeth subió la última.

El interior también era de un gris ahumado, pero parecía bastante sólido; el asiento estaba rajado y lleno de bultos, o sea que no era muy diferente de la mayoría de los taxis. No había un panel de plexiglás que nos separase de la anciana dama que conducía... Un momento... No era una dama. Eran tres las que se apretujaban en el asiento delantero, cada una con el pelo grasiento cubriéndole los ojos, con manos sarmentosas y vestidos de arpillera gris.

¡Long Island! —dijo la que conducía—. ¡Bono por circular fuera del área metropolitana! ¡Ja!

Pisó el acelerador y yo me golpeé la cabeza con el respaldo. Por los altavoces sonó una voz grabada: « Hola, soy Ganímedes, el copero de Zeus, y cuando salgo para comprarle vino al Señor de los Cielos, ¡siempre me abrocho el cinturón!» .

-Al menos lo avisan- señaló Hermes

Bajé la vista y encontré una larga cadena negra en lugar del cinturón de seguridad. Decidí que tampoco era tan imprescindible... al menos de momento.

El taxi aceleró mientras doblaba la esquina de West Broadway, y la dama gris que se sentaba en medio chilló:

¡Mira por dónde vas! ¡Dobla a la izquierda!

¡Si me dieras el ojo, Tempestad, yo también podría verlo!

A ver, un momento. ¿Qué era aquello de darle el ojo?

No tuve tiempo de preguntar porque la conductora viró bruscamente para esquivar un camión que se nos venía encima, se subió al bordillo con un traqueteo como para astillarse los dientes y voló hasta la siguiente manzana.

-¡Eso es conducir!- gritó Ares

¡Avispa! —le dijo la tercera dama a la conductora—. ¡Dame la moneda de la chica! Quiero morderla.

¡Ya la mordiste la última vez, Ira! —contestó la conductora, que debía llamarse Avispa—. ¡Esta vez me toca a mí!

¡De eso nada! —chilló la tal Ira.

¡Semáforo rojo! —gritó la que iba en medio, Tempestad.

¡Frena! —aulló Ira.

En lugar de frenar, Avispa pisó a fondo, volvió a subirse al bordillo, dobló la esquina con los neumáticos chirriando y derribó un quiosco. Mi estómago debía de haberse quedado tres calles atrás.

-El mío igual- concordó Annabeth

Perdone —dije—. Pero... ¿usted ve algo?

¡No! —gritó Avispa, aferrada al volante.

¡No! —gritó Tempestad, estrujada en medio.

¡Claro que no! —gritó Ira, junto a la ventanilla del copiloto (o del artillero, en las películas).

Miré a Annabeth.

¿Son ciegas?

No del todo —contestó ella—. Tienen un ojo.

¿Un ojo?

Sí.

¿Cada una?

No. Uno para las tres.

Tyson soltó un gruñido a mi lado y se aferró al asiento.

No me siento bien.

-Ese viaje fue horrible- dijo Tyson

Ay, dioses —exclamé, recordando cómo se mareaba en las excursiones del colegio y, la verdad, no era algo que te apeteciera presenciar a menos de quince metros—. Aguanta, grandullón. ¿Alguien tiene una bolsa o algo así?

Las tres damas grises iban demasiado ocupadas riñendo entre ellas como para prestarme atención. Miré a Annabeth, que se agarraba como si en ello le fuera la vida, y le eché una mirada de cómo-me-has-hecho-esto-a-mí.

Bueno —me dijo—, el Taxi de las Hermanas Grises es la manera más rápida de llegar al campamento.

¿Entonces por qué no lo tomaste desde Virginia?

Eso no cae en su área de servicio —replicó, como si fuera la cosa más evidente del mundo—. Sólo trabajan en la zona de Nueva York y alrededores.

¡Hemos llevado a gente famosa en este taxi! —exclamó Ira—. ¡A Jasón, por ejemplo! ¿Os acordáis?

¡No me lo recuerdes! —gimió Avispa—. Y en esa época no teníamos taxi, vieja latosa. ¡Ya hace tres mil años de aquello!

¡Dame el diente! —Ira intentó agarrarle la boca a Avispa, pero ella le apartó la mano.

¡Sólo si Tempestad me da el ojo!

¡Ni hablar! —chilló Tempestad—. ¡Tú ya lo tuviste ayer!

¡Pero ahora estoy conduciendo, vieja bruja!

¡Excusas! ¡Gira! ¡Tenías que girar ahí!

Avispa viró por la calle Delancey y me vi estrujado entre Tyson y la puerta.

-En realidad, no es peor que el transporte público mortal- dijo Rachel

Ella siguió dando gas y salimos propulsados por el puente de Williamsburg a ciento y pico por hora.

Las tres hermanas se peleaban ahora de verdad, o sea, a bofetada limpia. Ira trataba de agarrar a Avispa por la cara y ésta intentaba agarrársela a Tempestad. Mientras se gritaban unas a otras con los pelos alborotados y la boca abierta, me di cuenta de que ninguna de ellas tenía dientes, salvo Avispa, que lucía un incisivo entre amarillento y verdoso. En lugar de ojos, tenían los párpados cerrados y hundidos, con excepción de Ira, que sí disponía de un ojo verde inyectado en sangre que lo escrutaba todo con avidez, como si no le pareciera suficiente nada de lo que veía.

Finalmente fue ella, Ira, que llevaba ventaja con su ojo, la que logró arrancarle el diente de un tirón a su hermana Avispa. Esta se puso tan furiosa que rozó el borde del puente de Williamsburg, mientras chillaba:

¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo!

Tyson gimió y se agarró el estómago.

Por si alguien quiere saberlo —dije—, ¡vamos a morir!

-Creí que Annabeth era la de los buenos planes- dijo Bianca

-Lo mismo creí yo- dijo Percy ganándose un golpe de su novia

No te preocupes —dijo Annabeth, aunque sonaba superpreocupada—. Las Hermanas Grises saben lo que hacen. Son muy sabias, en realidad.

Aun viniendo de la hija de Atenea, aquel comentario no logró tranquilizarme.

Incluso Atenea tuvo que darle la razón

Corríamos a toda velocidad por el borde mismo del puente, a cuarenta metros del East River.

¡Sí, muy sabias! —Ira nos lanzó una ancha sonrisa a través del retrovisor y aprovechó para lucir el diente que acababa de apropiarse—. ¡Sabemos cosas!

¡Todas las calles de Manhattan! —dijo Avispa fanfarroneando, sin dejar de abofetear a su hermana—. ¡La capital de Nepal!

¡La posición que andas buscando!

-¿Cuál posición?- preguntó Nico

añadió Tempestad.

Sus hermanas se pusieron a aporrearla desde ambos lados, mientras le gritaban:

¡Cierra el pico! ¡Ni siquiera lo ha preguntado!

¿Cómo? —dije—. ¿Qué posición? Yo no estoy buscando... —¡Nada! —dijo Tempestad—. Tienes razón, chico. ¡No es nada!

Dímelo.

¡No! —chillaron las tres.

¡La última vez que lo dijimos fue terrible! —dijo Tempestad.

¡El ojo arrojado a un lago! —asintió Ira.

¡Años para recuperarlo! —gimió Avispa—. Y hablando de eso, ¡devuélvemelo!

¡No! —aulló Ira.

¡El ojo! —se desgañitó Avispa—. ¡Dámelo!

Le dio un mamporro a Ira en la coronilla. Se oyó un ruido repulsivo —¡plop! — y algo le saltó de la cara.

-Seguro fue una experiencia inolvidable- murmuró Will

Ira lo buscó a tientas, intentó atraparlo, pero lo único que logró fue golpearlo con el dorso de la mano. El viscoso globo verde salió volando por encima de su hombro y fue a caer directamente en mi regazo.

Yo di un salto tan brutal que me golpeé la cabeza con el techo y el globo ocular cayó rodando.

¡No veo nada! —berrearon las tres hermanas.

¡Dame el ojo! —aulló Avispa.

¡Dale el ojo! —gritó Annabeth.

-¡Dale el ojo!- gritó Poseidón

¡Yo no lo tengo! —dije.

Ahí, lo tienes al lado del pie —dijo Annabeth—. ¡No lo pises! ¡Recógelo!

¡No pienso recogerlo!

-Fue asqueroso- murmuró Percy

El taxi golpeó la barandilla y continuó derrapando, pegado a aquella barra de metal, con un espantoso chirrido de afilar cuchillos. El coche temblaba y soltaba una columna de humo gris, como a punto de disolverse por pura fricción.

¡Me voy a marear! —avisó Tyson.

Annabeth —grité—, ¡déjale tu mochila a Tyson!

¿Estás loco? ¡Recoge el ojo!

Avispa dio un golpe brusco al volante y el taxi se separó de la barandilla. Nos lanzamos hacia Brooklyn a una velocidad muy superior a la de cualquier taxi humano. Las Hermanas Grises chillaban, se daban mamporros unas a otras y reclamaban a gritos el ojo.

Al final, me armé de valor. Rasgué un trozo de mi camiseta de colores, que ya estaba hecha jirones de tan chamuscada, y recogí el globo ocular.

-¡Por fin!- gritó Atenea

¡Buen chico! —gritó Ira, como si supiera de algún modo que su preciado ojo se hallaba en mi poder—. ¡Devuélvemelo!

No lo haré hasta que me digas a qué te referías. ¿Qué era eso de la posición que estoy buscando?

-Chantaje, dulce chantaje- murmuró Leo

¡No hay tiempo! —chilló Tempestad—. ¡Acelerando!

Miré por la ventanilla. No había duda: árboles, coches y barrios enteros pasaban zumbando por nuestro lado, convertidos en un borrón gris. Ya habíamos salido de Brooklyn y estábamos atravesando Long Island.

Percy —me advirtió Annabeth—, sin el ojo no podrán encontrar nuestro destino. Seguiremos acelerando hasta estallar en mil pedazos.

Primero han de decírmelo —contesté—. O abriré la ventanilla y tiraré el ojo entre las ruedas de los coches.

-Muchacho imprudente- gruñó Atenea

¡No! —berrearon las Hermanas Grises—. ¡Demasiado peligroso!

Estoy bajando la ventanilla.

¡Espera! —gritaron las hermanas—. ¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce!

Algunos dioses soltaron un juramento

¿Y eso qué es? ¡No tiene ningún sentido!

¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce! —aulló Ira—. No podemos decirte más. ¡Y ahora devuélvenos el ojo! ¡Ya casi llegamos al campamento!

Habíamos salido de la autopista y cruzábamos zumbando los campos del norte de Long Island. Ya veía al fondo la colina Mestiza, con su pino gigantesco en la cima: el árbol de Thalia, que contenía la energía vital de una semidiosa heroica.

-Awwww muchas gracias, ya sé que soy tu heroína- dijo Thalia

-En tus sueños, cara de pino- dijo Percy

¡Percy! —dijo Annabeth con tono apremiante—. ¡Dales el ojo ahora mismo!

Decidí no discutir. Solté el ojo en el regazo de Avispa.

La vieja dama lo agarró rápidamente, se lo colocó en la órbita como quien se pone una lentilla y parpadeó.

¡Uau!

Frenó a fondo. El taxi derrapó cuatro o cinco veces entre una nube de polvo y se detuvo chirriando en mitad del camino de tierra que había al pie de la colina Mestiza.

Tyson soltó un eructo monumental.

Ahora mucho mejor.

Está bien —les dije a las Hermanas Grises—. Decidme qué significan esos números.

¡No hay tiempo! —Annabeth abrió la puerta—. Tenemos que bajar ahora mismo.

Iba a preguntar por qué, cuando levanté la vista hacia la colina Mestiza y lo comprendí.

En la cima había un grupo de campistas. Y los estaban atacando.

-Justo en el momento oportuno, Prissy- dijo sarcásticamente Clarisse

-No fue mi intención- dijo Percy

Clarisse rodó los ojos

-¿Quién quiere leer?- preguntó Chris

-Nadie- dijo Annabeth -tengo que hablar con Percy un momento

Percy sonrió -Lo sé, yo también tengo algo para ti- susurró

-Vamos- Annabeth se llevó a su novio y le dio una mirada significativa a Piper